Todos tus fantasmas

Una vez quise creer en fantasmas. Ocurrió una mañana a finales de febrero: me despertó el maullido de un gato, era un gato adulto, amarillo con las patitas blancas. Lo observé desde el ventanal de la habitación, podía verlo aparecer y desaparecer entre los arbustos que ordenaste en espiral al centro de nuestro pequeño jardín, un conjunto al que solíamos llamar “el caracol” y en cuyo centro, meses atrás, deposité tus cenizas. Tras un momento el gato se acercó a la jacaranda, trepó ágilmente y saltó a la barda de la casa vecina.

La casa se quedó en silencio, un silencio profundísimo, como si todo el universo se hubiera apartado de ella y todo en su exterior estuviera igualmente lejos. Quiero decir: como si todo lo que no fuera la casa estuviera allí presente pero inalcanzable.

Tras ese lapso en el que todavía me preguntaba si había soñado un gato en el jardín o lo había visto, me di cuenta por enésima vez que no estabas a mi lado. En los meses que siguieron a tu muerte – ocurrida en octubre – y hasta ese día, viví muchas veces la actualización de tu ausencia, sobre todo en las mañanas. El despertar como reset.

Al principio era violento. Un pensamiento súbito como una bocanada de aire inesperadamente fría: se murió Gina. Como si «me cayera el veinte» todos los días al abrir los ojos.  Solo una vez soñé contigo, en el sueño te acercabas y me decías suavemente: «Todo está bien». Y ya, así fue el sueño.  No habría aprendido nada de ti si no aceptara en principio que ningún sueño es lo que parece pero ese en particular nunca llegó al diván, he preferido guardarlo con su halo de misterio.

A partir de ese día extrañarte fue menos cruel pero mucho más triste.  El duelo hizo el aire espeso a mi alrededor y todo me costaba: moverme, hablar, respirar.  Ahora agradezco la puntualidad de los ritos funerarios que se gestionan casi automáticamente.  En las 48 horas que siguieron a tu muerte todo sucedió a mi alrededor prácticamente sin mi intervención. Yo estuve en tu velorio y luego en la cremación, y a cada evento asistí como un fantasma.

Tardé una semana en decidir qué hacer con la urna, eso no lo habíamos pensado o no habíamos podido planearlo. Tampoco lo hablamos antes de que viniera la operación y el breve lapso de mejoría antes del coma, cuando nos dedicamos a dibujar un futuro que no sucedería: si tendríamos perro otra vez o iríamos por fin a tu amado Trieste. Los proyectos postergados, quimeras de nuestra vida trunca.

Llevé la urna a casa, tus amigas ya habían colocado muchas flores del velorio alrededor del “caracol” hasta cubrir casi todo el espacio del jardín, con velas hicieron un camino y un borde luminoso; una escena hermosa ante la que callamos hasta que amaneció.  Con el sol llegaron las mariposas blancas en gran número, atraídas por las rosas, los acapulcos y crisantemos. No sentí nada extraordinario en su presencia pues son una especie común en la ciudad. Hoy me alegra topármelas con frecuencia y, al verlas, pienso en ti.

Yo había perdido muchísimo peso en los días del hospital, lo suficiente para que la familia, preocupada por mi salud, alquilara una casa en Acapulco y me llevara allí a pasar diciembre.  Cuando regresé a casa, tu ropa ya no estaba en el closet y tus cajones estaban vacíos. Agradecí que tus hermanas me evitaran esa tarea, no sé si hubiera tenido fuerza para emprenderla solo, pero aún faltaba desmontar tu consultorio y en ello había algo de profanación, pues ese era tu espacio exclusivo, mi frontera en nuestra casa.

Comencé con los libros, ya que los había prometido a la escuela donde enseñaste. De pronto, una hoja con tu caligrafía cayó de entre los tomos de tus ajadas “Obras completas de Sigmund Freud” me resistí a leerla, pensé que nada en ese lugar estaba destinado a mis ojos. En un cajón: paquetes con cartas, sobres con fotos. En otro: el álbum de tu primera boda, postales. ¿A dónde van los secretos que se quedaron sin dueño? ¿A dónde tu vida antes de mí, al margen de mí? Y ¿qué hacer con las decenas de libretas en las que tomabas notas de las sesiones? qué mar de intimidades, qué concierto de confesiones. No sabré nunca de su contenido, tras mucho pensarlo las entregué al fuego. Me despedí de tu consultorio recordando un verso de  las “Elegías de Duino” de Rilke: “En ningún lugar, amada, existirá el mundo sino adentro”

Dicen que las personas que sufren una amputación pueden percatarse de sensaciones como comezón o dolor, aún cuando el miembro no está más allí. Son los “dolores fantasma”.

Durante muchos meses extrañarte fue una sensación totalmente física: era acunar la mano en la forma con la que tomaba la tuya cuando nos quedábamos en silencio algunas tardes, a cierta hora en la que la luz entraba por las ventanas ovaladas de la sala. Era dormir en el extremo de mi lado de la cama, era que yo siguiera pensando en tu lado de la cama. Esa sensación también me trajo un sueño: Yo estaba en el mar nadando, me había alejado bastante de la playa y de pronto me daba cuenta de la presencia de un tiburón. Intentaba escapar pero era inútil, el tiburón me mordía en el costado y yo sentía el dolor, el filo de los dientes, la carne desgarrada. Nadie se daba cuenta. Trataba de continuar sintiendo los jirones de piel y ese enorme hueco en mi costado. Desperté con una contractura en la espalda, como si la herida hubiera saltado del sueño a mi cuerpo.  Pasó el dolor, el hueco se quedó.

La conciencia de ese hueco me asaltaba con frecuencia, movida por resortes impredecibles, como el día en que me eché a llorar frente a una confundida demostradora de tienda departamental quien me ofreció tu perfume. El aroma me sacudió como si me hubieran arrancado la costra de una herida reciente y caí de rodillas en el piso 2 de Liverpool, llorando con una notita de Chanel 19 en las manos. Aún más intensa fue la primera vez que abrí el botecito de la albahaca y una enorme melancolía me dejó tirado una semana, porque supe que ese era tu verdadero perfume. Tú: hierbas de olor e Italia.

Me extraña ahora no poder recordar algún pasaje en el que se le atribuya olor a un fantasma. El olfato es una puerta abierta sin defensa y su poder evocativo resulta avasallante, si un fantasma es la disrupción de lo inmaterial en el mundo físico, pienso que el perfume sería su umbral más inmediato. En cambio, existe una palabra para designar a un olor imaginado: Fantosmia. El síntoma se asocia al deterioro cognitivo y la diabetes, las personas que lo padecen creen percibir un aroma que en realidad no está presente. Aromas: fantasmas de fantasmas.

Para ti “hueco” era algo muy específico. El trabajo de lo negativo de André Green fue tu libro de cabecera por muchos años, leo en tu tesis de doctorado el sueño de un paciente: “Un río me arrastra y yo me aferro al hueco de la ventana” Un lapsus entregado a tu escucha psicoanalítica. No puedo con justicia dar cuenta del alcance de tu exploración sobre el concepto de lo negativo: eso que está inscrito pero no representado; desinvestidura que a veces toma el camino del soma hasta el cuerpo o se acuna en lo limítrofe antes de la psicosis. Uso las palabras de un paciente de Green para describir no la idea sino la sensación: “Yo no siento que tengo un límite, como un dique, como creo que tiene otra gente que dice: yo siento, yo creo. Como si hubiera una pelota compacta que fuera el yo. Lo que yo siento dentro mío es un gran vacío y en las paredes hay pegadas 4 o 5 boludeces y las cosas que me pasan, con quien estoy, es como que se oyen a lo lejos”.

Como con tu ausencia, ese hueco se experimenta en la sensación de estar fragmentado o incompleto y por ello no puede “llenarse” de pasado, demanda reconstrucción: es el fantasma del futuro. Al decirlo, acepto la paradoja de estar contando todo esto así, como si pudieras leerme, porque ambos creíamos en la muerte como el fin, sin continuidad de ninguna otra especie que la memoria.

Creo que mi deseo de creer en fantasmas surgió de la intensa necesidad de una prórroga: una palabra más, un poco más de nosotros. Eso y tantas cosas que se conjuntaron para que le abriera un espacio en mi mente a la posibilidad de tu fantasma y quisiera ver en el gato; en la jacaranda que tímidamente comenzaba a florear; en el silencio; en el escalofrío que me recorrió la espalda, motivos para decir tu nombre en voz alta:

¿Gina?

Pero no pasó nada, nada de nada y nunca me atreví a intentarlo de nuevo.

El gato amarillo volvió, se llama Milan. Como nadie contestó en el teléfono inscrito en la placa le abrí la puerta, entró y caminó por la casa con familiaridad como si ya la conociera.

Acerca de alxrubio

Curioso, indagador, indeciso vocacional. Autor de "De Diez en Diez. Diario de una cuarentena" Guitarra en "La Súper Cocina"
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2 respuestas a Todos tus fantasmas

  1. Es el que leíste en clase, tuve que apagar la cámara porque el llanto fue inevitable. Y con cada lectura se desdobla en símbolos, como los sueños, es una maravilla y no me cansaré de decirlo.

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